Del despecho a la alegría - Blog de Gino González

jueves, 27 de octubre de 2011

¡ESPINAS!

¡¡ESPINAS!!

La última espina que se saco del cuerpo escondía todo el veneno mortal de su mísera existencia.

Cada día fue menos torpe para clavarlas. Se educó para la justificación irrefutable del crimen junto a una habilidad infalible para la puñalada voraz. Fue adaptando el entorno paulatinamente alrededor de su victima mediante un plan matemático de destellante conciencia para eliminar todo vestigio de inocencia y cualquier indicio de culpa.

No era la primera espina, gelatinosa y amellada que clavó al fondo de la torta a su propia madre en su onomástico día de la misma cumpleaños y navidad entre una alegría de fuegos artificiales mientras ella agonizaba de agradecimiento con el llanto emotivo inflándole el vientre hasta explotar y salpicar de sangre la calle harapienta y fuese la pudrición más completa en la piel ulcerada de una eufórica campaña electoral de aguardiente evaporado con el rostro de los ídolos destilando la mueca imbécil de la inmortalidad pintados en las botellas esparcidas entre las matas sembradas una mañana de pájaros.

No era la espina de la mano mansa, tranquila y calculadora con la cual su padre acarició el látigo entre las huellas dactilares de su desgracia y lo descargó con toda la fuerza posible del músculo encendido por la maldición de ser esclavo en su lomo, para luego volver al trabajo tranquilo con la adulancia hacia el patrón alimentada por el odio hacia si mismo.

No fue la espina del tamaño de un machete con la cual tasajeó a un socio que no le dio tiempo de desenfundar primero como en un duelo de películas vaqueras. Ni fue aquella melosa del beso transfigurado en poema elaborado perfectamente según el tamaño del oído para la consecución de unas piernas abiertas al sexo infeliz.

No fue aquella que lo inclinó a marcharse detrás de cualquier ejército según la aceptación que tuvo la palabra en una tropa corrompida por la desilusión.

No era la espina del hambre solitaria celosamente escondida en un hueso de pescado en el bolsillo, una fruta podrida en el pecho y un grano polvoriento en el cabello ni la que le trasmutó el talento en arrogancia, la parranda en ritual, la salud en pulcritud y la ternura en mojigatería ni tampoco la que le instauró el maleficio de convertir todo lo que tocaba en oro, en una artimaña al sol y en diamantes las estrellas.

Era la última espina de su estúpido comportamiento habitual ondeando una bandera confeccionada con la capa de Supermán la que clavó por última vez en el otro para el mismo caer de bruces acribillado por todas las espinas de su mundo que nada tienen que ver por cierto con la vida de las espinas mansas y serenas como una lagrima

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